sábado, 7 de noviembre de 2009

Las 28 palabras (y una de yapa)

Palabras a utilizar:

Ananá, banana, café, chica, dormir, estar, foca, garfio, hora, isla, Japón, kiosco, lana, lluvia, mono, nene, ñoquis, ojo, pala, querer, rata, sargento, tiro, uva, vieja, whisky, Xuxa, yuyo, zona.

Relato: Un viejo sargento del ejército nipón

Cansado de todo me hallaba yo en una isla desierta del Mar del Japón. Quería descansar, despejar mi mente. Había llevado sólo lo indispensable. Estar en la playa sin nadie que me molestara, comiendo de los frutos de la naturaleza, era todo lo que necesitaba. De los árboles que había comí banana, uva y ananá. Después de comer tomé un poco de whisky, luego preparé un café y me tiré a dormir una siesta en la arena. Al cabo de un rato, un ruido me despertó. Abrí un ojo y para mi sorpresa vi que un mono se estaba llevando mi botella de whisky. No sé qué hora sería, había perdido noción del tiempo y el cielo se había nublado presagiando lluvia. Los chaparrones breves son habituales en esa zona. Salí a correr tras el mono ladrón mientras comenzaba a llover. Me puse un gorro de lana para proteger mi cabeza mientras pensaba: “para qué habrá de querer este mono desgraciado mi botella de whisky.” El mono dobló en un recodo de la playa y yo tras él.

De pronto advertí con asombro que la isla no estaba tan desierta como creía. Al frente había una pequeña choza, tan pequeña que más bien parecía un kiosco. Fuera de ella estaba parado un hombre en uniforme y a su lado un nene. El mono le entregó al hombre mi whisky. Por los galones en su chaqueta deduje que era un sargento. El lugar donde debía hallarse su mano izquierda estaba ocupado por un garfio. “A este lo dejaron olvidado durante la Segunda Guerra Mundial”, me dije, “pero, ¿y el nene?” El hombre sonrió y me condujo a su choza. Señalando hacia adentro con el garfio exclamó: “¡Yuyo!” Desconcertado miré y vi sobre la pared de bambú un póster colgado: era una foto de Xuxa.

De pronto, una rata salió del minúsculo recinto. El sargento del ejército imperial sacó un revólver y le pegó un tiro. Luego tomó una vieja pala oxidada, enterró la rata y masculló unas palabras incomprensibles.

Entonces me sorprendió, fuerte, atronador, el grito de una foca. No, no era el grito de una foca, era la bocina de un camión. José, el mozo del bar que frecuento, estaba a mi lado. “¡Linda siestita se echó, eh don Claudio!”, me dijo, y agregó rutinariamente: “¿Qué va a comer?” “Un plato de ñoquis y una coca chica”, respondí. Ahora, viéndolo bien, José tiene el aspecto de un viejo sargento del ejército nipón.

Claudio Mizrahi



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