domingo, 22 de noviembre de 2009

El cuento recontado Hansel y Gretel

En una mísera cabaña junto a un bosque vivía un leñador, su esposa y sus dos hijos. Se diría que era una familia feliz, salvando el hecho de que habitaban una choza pedorra y pasaban necesidad. Los niños eran hijos adoptivos, pero a pesar de ello –o precisamente a causa de ello– sus padres los amaban más que si fueran hijos de su carne. Para poder sustentarse, todos debían cumplir alguna tarea. Los chicos se encargaban de ir a buscar agua a un arroyo que pasaba por el bosque.

Un día, encontrándose los dos niños solos junto al arroyo, mientras la hermanita que se llamaba Gretel dormía la siesta, su hermano Hansel salió a pasear por el bosque. Caminó y caminó tanto que llegó al final del bosque, y en una verde llanura moteada de flores vio una hermosa casita hecha de golosinas. Se comió un postigo de chocolate, varias baldosas de caramelo y una baranda de chupetín, hasta empacharse. Como ya caía la tarde y tuvo miedo, se dispuso a regresar al arroyo. Con la idea de poder volver a encontrar la casita de dulces, Hansel juntó todas las piedritas que pudo y las fue desperdigando en su camino de vuelta. Llegó a un lugar del arroyo que estaba alejado de su punto de partida, pero supo guiarse a lo largo de la orilla hasta encontrar a su hermanita, que lo esperaba llorando, sola y abandonada.

Volvieron a la casa muy tarde y sus padres los recibieron en la puerta desesperados, con lágrimas en los ojos. Hansel, que era muy turro, le echó la culpa a Gretel:

–Esta nena tonta se perdió en el bosque y tardé un montonazo hasta encontrarla.

Gretel, que era ciertamente una nena bastante tontita, no supo rebatir la mentira de su hermano más que largándose a llorar.

Al día siguiente, los niños volvieron a buscar agua al arroyo. Después de almorzar, Gretel como siempre se quedó dormida, y Hansel aprovechó para abandonarla.



–La casita de golosinas está muchísimo mejor que nuestra miserable tapera –decía Hansel para sus adentros– y no me banco más a esta nena llorona y a los papis que siempre le dan a mi hermana todos los gustos. El otro día ella comió remolacha y a mí me dieron cebolla. La voy a dejar acá para que se muera de hambre o se la morfen los cuervos.

El astuto Hansel, siguiendo el camino sembrado de las piedritas arrojadas el día anterior, llegó fácilmente hasta la casita de dulces. Después de comerse una buena porción del revoque de crema chantillí, abrió la puerta de bizcochuelo y entró.


La casa estaba habitada por una dulce viejecita que vivía sola hacía muchos años. Recibió al niño con alborozo y con la sorpresa de encontrar por allí a un chico solo. Hansel le metió un bolazo que la inocente viejita creyó, y se quedó a vivir con ella.

Mientras tanto, perdida en el bosque, ya sin una migaja que comer, Gretel agonizó penosamente hasta que la sabia naturaleza la convirtió en comida de cuervos y gusanos.

Al principio, Hansel estaba a gusto con la viejecita, que lo quería como al nieto que nunca tuvo. Pero algo comenzó a fastidiarlo: la anciana le reprochaba el comerse todos los dulces que el capricho de Hansel demandaba.

–Nos vamos a quedar sin paredes –solía decir la vieja– y ya tengo goteras en el techo de chocolate sobre mi cama.

A Hansel nada de eso le importaba, y la dulce viejecita ya le estaba hinchando las pelotas. Un día en que la anciana cocinaba pan en el horno, Hansel la empujó hacia adentro, cerró la puerta y la dejó morir calcinada.

Desde ese momento, Hansel vivió feliz y contento en la casita de golosinas dándose todos los gustos, pues en la casa había encontrado joyas y mucho dinero.

Ah, me olvidaba: Los padres de Hansel y Gretel, habiendo perdido a un tiempo a sus dos hijos, languidecieron desconsoladamente hasta morir de pena. Y colorín colorado, este cuento ha terminado.


Claudio Mizrahi

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