martes, 8 de diciembre de 2009

El conflico - La visitante inoportuna

La visitante inoportuna

Versión fraile Agustín

Fray Agustín creía tenerlo todo controlado. El sótano de la Iglesia Santa María Maggiore, con sus libros incunables a los que nadie interesaba, acumulaba polvo por los siglos de los siglos. En el verano de Roma, si la ciudad está desierta, ni que hablar de la iglesia y su sótano. El lugar y la época eran absolutamente propicios para satisfacer su propósito. Y es que había logrado convencer a Sor Rigoberta de concretar allí, por fin, su amor prohibido. Ella llegaría a las seis de la tarde, hora de cierre de la biblioteca; él mientras tanto tendría tiempo suficiente para acondicionar convenientemente la escena: limpiar la sala, poner unas flores, encender los viejos candiles, apagar la luz eléctrica, improvisar un lecho. Agustín era el bibliotecario y disponía de la llave que cerraría para siempre la edad oscura de su insoportable celibato. No es que hubiera perdido la devoción y la fe; seguía siendo un católico ferviente, pero no menos ferviente era su deseo carnal. Razonadamente logró conciliar en su cabeza el amor a Dios y el amor a los hombres, en especial a los de sexo femenino.

Desde temprano Agustín no podía ocultar su nerviosismo. Se puso a ordenar los catálogos sin prestar la menor atención en lo que hacía. De pronto oyó unos pasos sordos en la escalera de piedra. Enseguida apareció una muchacha de unos veinticinco años cargando carpetas. La mujer saludó al fraile con sequedad y se instaló en una gran mesa de madera. Agustín contestó el saludo mascullando sonidos incomprensibles. Aun quedaba bastante tiempo, así que Agustín siguió haciendo que trabajaba, mientras su mente anticipaba el encuentro con su amada Rigoberta. Pasaba el tiempo y la chica seguía allí, sacando un libro tras otro y tomando apuntes. Los nervios del fraile comenzaron a crisparse. Miraba constantemente la hora.

Por fin se decidió a encarar a la chica invitándola a retirarse, con la excusa de que la biblioteca cerraba. La mujer, que conocía el horario y no parecía dispuesta a desalojar la sala ni un minuto antes, se lo hizo saber de mala manera, alegando unos supuestos derechos. El fraile apeló a su paciencia franciscana y regresó a su escritorio. Al cabo de un rato insistió:

–¿Le falta mucho?

–Lo necesario –respondió la impertinente sin siquiera levantar la vista de los papeles. Agustín tamborileó con sus dedos sobre la mesa.

Las horas pasaban y la chica no parecía tener ningún apuro en concluir su tarea

–Debo irme y tengo que cerrar –mintió el bibliotecario.

–Todavía no termino, aun queda tiempo y no hice doce mil kilómetros desde la Argentina para que me echen así como así.

–Puede volver mañana.

–Mañana regreso a mi país, así que...

–Pero...

–Pero nada. Si no le gusta llame a Monseñor Bergoglio, que es mi tío, y quéjese a él; habráse visto...

Agustín salió por un momento de la biblioteca para desentumecer el cuerpo y las ideas. No sabía qué hacer más que rezar, tragar saliva y encomendarse a la Divina Providencia. Cinco minutos antes de las seis volvió a acercarse a la inoportuna visitante anunciando el horario de cierre. La muchacha contestó algo entre dientes; el fraile acercó su cabeza a la de ella para escuchar mejor. En eso, una figura femenina apareció petrificada al pie de la escalera de piedra. Era Sor Rigoberta.

Fray Agustín la vio, la chica impertinente la vio, y Rigoberta los vio a ambos tan juntos, tan juntos... Agustín, con la espalda empapada en un sudor frío, apuró sus pasos al encuentro de su amante.

–Llega usted cinco minutos antes, querida –dijo él.

–Ah claro, ya veo, hasta las seis es el turno de la otra, hipócrita –espetó ella.

–Baje la voz, por favor –susurró él– yo le puedo explicar.

Sin haber llegado a escuchar por completo la conversación, la muchacha inoportuna comprendió la situación y se dispuso a aprovecharla para vengarse de su recientemente adquirido enemigo. Desabrochó los botones superiores de la blusa de modo que faltaran al decoro y elevando la voz como para que la escuchara todo aquel que tuviera oídos inquirió:

–¿Quién es esa, mi frailecito?

–Eso a usted no le incumbe, y no soy su frailecito, mocosa insolente.

–Me encanta cuando te ponés recio, amorcito –prosiguió la chica subiendo la apuesta.

–Esto ya es demasiado –dijo ruborizada la monja, y empinando la escalera como si fuera la rampa de lanzamiento de un transbordador espacial, salió eyectada.

–Querida... –sólo atinó a suplicar Agustín inútilmente.

Sin inmutarse, la visitante impertinente abotonó su blusa, juntó los papeles, se levantó de la mesa y al pasar frente al abatido bibliotecario lo saludó con un seco y cortante “buenas tardes”. De pie en el centro del salón, el fraile se quedó largo rato mirando incrédulo hacia la escalera vacía.

Al parecer de Fray Agustín, los resortes celestiales obraban de manera insondable: La Divina Providencia había salvado su alma y condenado su carne.

Claudio Mizrahi


Versión de la visitante María


María decidió que pasaría toda la tarde investigando sobre la relación entre la Iglesia y el Imperio en la época carolingia, en la biblioteca ubicada en el sótano de Santa María Maggiore en Roma.

Era agosto, el mes del calor agobiante en que los romanos huían a las playas. Le encantaba la idea de que disponía de la hermosa Roma casi para ella sola.

Era su segundo día en la ciudad pero todavía sentía el cansancio del viaje y la diferencia horaria.

Pensaba combinar paseos y algo de playa en esa ciudad que adoraba y que nunca terminaba de asombrarla, con investigación para su trabajo. Iba a usar la información que obtendría con fines múltiples: para sus enriquecer sus clases en la facultad y para obtener datos sobre la época en la que ambientaría la novela que estaba empezando a escribir. También para un ensayo que pensaba dedicar a la sociedad total que había existido en esa época entre la Iglesia y el imperio carolingio. Ese período histórico en los que se habían cumplido los postulados de Agustín. Agustín a secas, aclaraba ella, sin el “San” que hacía referencia a un santo declarado por la Iglesia. Un personaje que le disgustaba particularmente y que consideraba negativo para el cristianismo. Y se daría el gusto de escribir sobre ello.

Había ido a la biblioteca después del mediodía, y no sabía cuanto tiempo ya llevaba allí. Estaba maravillada ante esos incunables, maravillosos libros escritos a mano por los monjes agustinos cientos y hasta más de mil años atrás.

Era un milagro que hubieren logrado subsistir. Un punto a favor de la Iglesia, debía admitir, mucho que le pesara a esta cristiana crítica de la Iglesia Católica y descreída del dogma.

Las horas pasaron volando.

De pronto, notó que el fraile a cargo de la biblioteca la miraba con insistencia.

Se sentiría atraído hacia ella? Eso no la espantaba, al fin y al cabo, a pesar de que ella catalogaba como castrados emocional y sexualmente a todos los religiosos célibes, no dejaba de ser un hombre. No era anormal, era humano. Lo inhumano era el celibato, pensó. Quizás una causa más para abrazar. Pero no, ella ya tenía muchas, después de todo, que dejaran los hábitos y listo.

Volvió a concentrarse en la lectura, pero un rato después, el fraile comenzó a mirarla con mayor insistencia. Y ella comenzó a molestarse. El tipo no le gustaba, con su cara de nada, y su aspecto chupa-cirio y santurrón.

Quizás fuera no más que una pobre víctima del sistema, pero no dejaba de ser un representante de un poder que era el antagonista de sus muchas otras causas abrazadas: el derecho al aborto o la libertad sexual que el Iglesia demonizaba hasta extremos irracionales, como lo era negar la necesidad del uso del preservativo a pesar del flagelo del sida. Eso sí era una inmoralidad. Detestaba a esa cúpula eclesial, situada tan lejos de los pobres y tan cerca del poder político, económico y financiero. Ya escribiría sobre ello también.

Mientras pensaba todo esto, vio al frailecito acercándosele. Hizo como que no lo veía.

“Estamos por cerrar”, le dijo.

Ella consultó su reloj.

“Cómo! Si son las cuatro de la tarde y el horario de cierre es a las seis”, exclamó en un muy buen italiano.

“Pero hoy cerramos antes”.

Y por qué? Me gustaría saberlo.”

“Porque tengo un inconveniente personal, y como estoy a cargo de la biblioteca debo cerrar antes de irme”.

“Mire, pater, usted tendrá un inconveniente pero yo hice doce mil kilómetros desde Argentina para investigar para la universidad en la que doy clases, tengo muy pocos días y necesito todos y cada uno de los minutos en que esta biblioteca está abierta. Así que cumpla su horario”.

“Pero yo tengo que ir al médico” atinó a refutar el fraile.

“Cambie el turno y vaya otro día”, contestó ella.

“Bueno, la espero media hora más, luego se va porque cierro”.

“Ya le dije que no me muevo hasta las dieciocho horas, me tendrá que sacar con los carabinieri”.

“Usted no entiende, yo decido cuando cierro la biblioteca. Yo soy el encargado de la llave”.

“Yo no me voy, ya le dije. Pero si quiere, váyase usted, mientras yo me quedo estudiando. Lo espero aquí. Puede elegir”, contestó, sabiendo que era imposible lo que proponía pero casi disfrutando de la discusión que rayaba el absurdo.

“Usted está loca!” exclamó el fraile. “Con estos tesoros, dejarla sola. Ni loco, no puedo y no confío en Usted”.

“Como quiera”, repuso ella. “Pero yo me voy a las dieciocho horas.

“No entiende que necesito ir al médico? Soy diabético!” exclamó el fraile apelando a su piedad.

“A ver! Muéstreme su credencial de diabético!”

“No la tengo acá, y no tenemos credencial en Italia”.

“Póngase de acuerdo. No la tiene aquí o nunca se la dieron? Lo que yo creo es que usted miente. No es eso un pecado mortal para su religión? Tenga cuidado…”

“Mire, piense lo que quiera, pero yo tengo autoridad para echarla cuando se me antoje. Soy el dueño de la llave”.

Y yo tengo derecho a estar aquí; Y además tenga cuidado, que soy la sobrina de Monseñor Bergoglio, el obispo de Buenos Aires, el que salió número dos en la votación para Papa, recuerda? Y soy su sobrina favorita, sabe? Tenga cuidado que cuando Ratzinger muera, es probable que mi tío sea nombrado Papa. Y no dude que usaré mis influencias en contra suyo”, dijo, casi no creyendo en lo ridículo, infantil e inverosímil del argumento y de toda la absurda discusión.

La situación le divertía, le costaba creer que el fraile tomara en serio semejante disparate. Pero en su cara ella notó que le creía y hasta cierta frustración.

De pronto, para su sorpresa, el fraile no insistió más y se fue. “Espero que no verifique la información. Bueno, de última me voy, es lo peor que puede pasar. Y en realidad, no me vendría mal sentarme al aire libre a tomar un café o un helado”, pensó.

Siguió con su lectura, sintió un poco de lástima por el tipo que había hecho víctima de su capricho y sarcasmo, pero no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer ahora. Porque? Porque sí, porque no le gustaba ceder, y porque ese tipo no le caía bien.

Pasó el tiempo, no supo cuanto, quizás un par de horas, cuando de pronto el fraile volvió a acercarse y le pidió que se retirara.

“Perdí mi turno en el médico, estará contenta. Pero ahora es el horario de cierre. Ahora váyase.”

“Son las seis menos cuarto, aún tengo quince minutos”, dijo luego de consultar su reloj.

“No, a las seis tiene que estar cerrado, por eso debe retirarse antes, quince minutos antes. Como en los museos, vio?, replicó el cura.

En realidad, ya su cuerpo le imploraba salir a tomar aire fresco y un buen macciato en algún café cercano, pero igual decidió continuar con la farsa un poco más. “Muéstreme dónde dice eso, porque el letrero no habla de diecisiete cuarenta y cinco, sino de dieciocho horas”.

“Usted es imposible, señorita, así jamás conseguirá un hombre!”

“Y usted qué sabe! Cómo sabe sobre el tipo de mujeres le gustan a los hombres?

O acaso usted tiene experiencia en eso?”.

De pronto, una figura femenina apareció, mostrándose sorprendida ante su presencia. Se trataba de una monja, relativamente joven.

“Ve, ahora somos dos! Ella también viene a usar la biblioteca hasta las seis de la tarde, como yo”, dijo por decir, sin pensar demasiado.

El fraile fue directamente al encuentro de la monja. Ambos parecían conocerse bien. Se los notaba entre ofuscados y atemorizados, y discutían por lo bajo.

Ahí se dio cuenta de que la monja no venía a la biblioteca.

Pero entonces, a qué vendría? Lo averiguaría.

Comenzó a imaginar una historia. Sería amante amiga o del cura? Por qué tanto misterio y recelo? Decidió quedarse y utilizar alguno de sus muchos “métodos” de investigación sobre el tema. Quizás descubriera una historia que contar, un tema para otra novela.

Se levantó y se acercó al fraile y a la monja, tratando de imaginar lo que diría, en cómo improvisaría una comedia que estaba por comenzar a actuar.

Miriam O.

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