domingo, 27 de septiembre de 2009

Durazno Ibrahim Carólide - el primer valiente

(Anagrama de Claudio Bernardo Mizrahi. El supuesto biógrafo Carlo Mario Ibn Dzarudieh es otro anagrama)

Durazno Ibrahim Carólide es un raro fruto islámico del Imperio Carolingio. Su origen sigue siendo objeto de controversia aun doce siglos después de su pasaje a la eternidad. Hay quienes afirman sin temor al ridículo y aportando como prueba fehaciente su primer nombre, que provenía de una regia familia oriental, más precisamente del departamento de Durazno, Uruguay. Evidentemente, es mucho más probable que el Durazno uruguayo haya recibido su nombre en honor a nuestro personaje. Nosotros seguiremos la línea trazada por su biógrafo, el falso converso Carlo Mario Ibn Dzarudieh, de quien sólo se conocen dos cosas: su triste final en la hoguera y la extravagante historia de Durazno Ibrahim Carólide. Según cuenta Ibn Dzarudieh, Ibrahim, como gustaba llamarse nuestro biografiado, habría nacido en el Norte de África, en algún lugar de la costa cirenaica. Era un hombre de escasa educación, mediana contextura y gran habilidad comercial. De apariencia típicamente árabe –rostro anguloso, nariz aguileña, tez olivácea, ojos verdes–, vestía una holgada túnica blanca haciendo juego con un holgado turbante blanco. Podría decirse que usaba barba, aunque tan profusa era que parece más atinado decir que la barba lo usaba a él. Al igual que sus ancestros, Ibrahim era mercader. Solía comerciar por mar alrededor del Mediterráneo, pero terminó por afincarse en Venecia. En una época en la que, invocando a Dios, cristianos y musulmanes se disputaban sangrientamente el dominio del mundo conocido, el árabe loco, como se lo apodaba, supo ganarse el favor de los venecianos merced a su supuesta locura, mansa y bonachona. Tenía cuatro esposas, que por su innata seducción no necesitó comprar por dinero. La primera fue una joven morisca de Al Andaluz, la siguió una hermosa negra nubia, luego una extrovertida belleza napolitana y por último una esbelta rubia de origen desconocido. Dedicaba alternativamente sin orden preestablecido una noche por semana a cada una de ellas, y las otras tres a sus esporádicas amantes. Entiendo que el secreto de su éxito residía en una combinación precisa de inflexible autoridad y obsequiosa cortesía.

Cada día Ibrahim se levanta con el primer resplandor del alba y besa a su esposa de turno. Luego de realizar sus abluciones, reza la primera de las cinco plegarias diarias mirando en dirección a La Meca, pero lo hace maquinalmente, como quien acostumbra comprar el diario de la mañana. Acompañado por un par de sirvientes y otro par de caballos que transportan un gran carromato, se dirige a la Piazza de San Marcos, rodeada en aquel tiempo por edificios mucho más modestos que los lujosos palazzos que hoy conocemos. Allí monta una colorida tienda donde vende animales exóticos, ricas especias, perfumes exquisitos y maderas aromáticas. En Venecia el árabe loco no pasa desapercibido, todos lo conocen, y ha sabido ganarse una vasta clientela que cuenta con lo más rancio de la aristocracia, en especial las esposas de los dignatarios, entre las cuales seduce a quienes serán sus amantes. Por la tarde regresa a su acogedor palacete de estilo oriental, toma café y fuma narguile en el primoroso jardín regado por cuatro acequias que confluyen en un baldaquino abierto. Allí bebe su infusión mientras recibe la visita de amigos. Al caer la noche, luego de una comida afrodisíaca acompañada por un buen vino –a despecho de la prohibición coránica– elige, según el talante en que se encuentre, a la dichosa mujer con la cual pasará la velada.

En este punto, tal vez por mero pudor o en el afán de ocultar algo que juzga inconfesable, el biógrafo Ibn Dzarudieh calla, vedándonos el acceso a las delicias que Ibrahim sin duda experimenta en la intimidad de la alcoba; y para mayor seguridad, pone a dos enormes eunucos armados de alfanjes a custodiar celosamente sus puertas.

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